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viernes, 26 de enero de 2018










En la finca de la tía Mila

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            Con los vaqueros y la mochila ajados por una ausencia de veinte años  llegas, por fin,  hijo pródigo, a La Merced, después de atraversar San Ramón, alicaído por la nostalgia y los remordimientos,  rememorando sin tregua las vacaciones de antaño en la finca de la tía Mila. El rumor del río bajo el puente de hierro aún resuena pedregoso en los tímpanos, y el verdor sin confines exhala aún la fragancia de las flores blancas, mitigando la canícula que ahora sofoca, tortura. Ay, comarca mía, odio con piedad yo te lo pido. Cómo diablos olvidar las miríadas de picaduras de los mosquitos que supuraban aguadija, a despecho del velo bajo el sombrero de paja y los algodoncillos empapados de alcohol.
            Asombrado por estos lapsos del tiempo, te yergues sobre las puntas de los pies para palpar el ventanal del bus con asientos reclinables y televisor. Entonces, alguien te palmea tímidamente en el hombro. Es la agraciada morocha que viajó desde Lima hasta La Merced, sí, en plan de despedirse con un apretón de mano. Que disfrute, señor, su estadía. A poco rato de cruzar miradas, durante el viaje, tú le habías indicado en el ventanal el legendario Malpaso, en la otra margen lejana del río –una serpiente espumosa que tronaba en el fondo de la quebrada--, y al toque te avasalló la emoción. Aquel trecho de la carretera, labrado en roca viva y plagado de stalactitas chorreando agua cristalina por las ventanillas de la gondola que el Viejo solía bandearlo pisando el acelerador a fondo. La morochita, a tu costado, entonces, te agarró del codo con cierta ternura. ¿Se siente mal, señor?
            Sudando a chorros te detienes en la vereda.  Los agraciados pasos de la morocha se extravían en el gentío que desplaza hacia el parque de las palmeras. Al igual que la muchacha cuyo desparpajo de las caderas te cautivó en la polvorienta avenida de antaño ¿Todavía la recuerdas? Sí, cruzó la otrora esquina del chifa de paredes de estuco y techo de calamina que ahora en un edificio de tres pisos con veredas y pista asfaltada. Y más áun, aviso luminoso: La muralla china.  Un amargo suspiro frente al fragor del tráfago de buses en la playa de estacionamiento que se extiende a lo lejos con floresta verde que te verde del monte. Había una vez aqui un mercadillo con tres peldaños que descendías en pos del exquicito caldo de gallina. Justo aquí y contiguo a los peldaños estaba el paradero de las góndolas, sí, los colectivos que levantaban nubes de ocre polvo entre  La Merced y  San Ramón. ¿Cómo no recordar la foto de Shato a horcajadas en la capota con la crencha ensortijada y el infalible chupón en la boca? La Toya ilusa de que que le naciera chancletita. ¿Y al Rafa?  Que de chigolillo se trepó el asiento del chofer, puso en neutro sin saber ñizca de manejo; entonces, el choque con la góndola de adelante en este paradero. El Viejo festejo la travesura, en vez de fajarlo a correazos. Y en otra ocasión, con sólo  trece años, tomó el timón hasta San Ramón mientras el Viejo roncaba en el asiento de atrás la juerga de varias noches.
            Merodeas por un buen rato frente a los restaurantes atestados con gente de todo jaez, aunque la mayor parte son caucasoides de medio pelo mezclándose ahora con los chunchos salvajes. ¿Con esos ciudadanos de segunda clase? Conchuda, la pituquería. Con el fardo de quebrantamientos a cuestas, te sientas en uno de los bancos bajo las palmeras, junto a un par de señoras en faldellín que platican airadamente en Quechua, mientras ambas, te escudriñan de reojo como si fueras un bicho raro. ¿Y la piadosa morochita?  De pronto aparece un harapiento ostentando en el agujerón de la entrepierna un vergajo de burro. La misma sonrisa de idiota del franchute que allá por el ochociento y tantos se masturbaba, las posaderas en la vereda, mientras como turista de mochila te apresurabas hacia la torre de Eiffiel. Cuando las andinas de colorido faldellín se escupen cada  vez más gotitas de saliva verde y a punto ya de  trenzarse, te la picas al toque, agarrando rumbo hacia una vertiente que daba a una esquina de la plaza. De improviso, ya estás en plan de picaflor con la dependiente, quien, a su vez,  con picardía tiende el puente para una posible noche de goce en un club de salsa en la ciudad.  Y quizás más por paranoia que por miedo, angustia o pánico, soslayas de un solo plumazo la posibilidad de un cuerpo alegremente sensual. Y ya de vuelta en la calle, guardas en el bolsillo trasero el papelito que te alcanzó esta otra muchacha en flor.
            Esperas ahora por un plato de cupte en un restaurante y no pasas desapercibido al salir porque te falta moneda nacional y completas la cuenta con dólares. Sorteas peatones en la vereda y capturas la atención de una mototaxi: ¿La entrada la Hacienda de San Carlos?. Al toque le doy la  jaladita pallá, jefe.  La colina por donde sube la carretera en zigzag hacia la chacra de la tía Mila ha desaparecido: del antiguo naranjal San Carlos, no queda ni una naranja. Es una barriada en una planice como la ingratitud sin límites. La hacienda, jefecito, hace un chuchonal de tiempo que no existe. Se lo llevaron los haycos, los derrumbes, los diluvios del carajo. Le pides al mototoxista que se olvide del asunto, que te de aventón  a la Ford. ¿Qué? Se embala con un fierro, jefe. No le das el lujo de los detalles, te limitas a darle el papelito con el nombre y la dirección de la muchacha del bazar.  En el fondo de un taller de mecánica, al costado de la concesionaria Ford, enmarcada por unos tablones, una mujer esmirriada, meneando las greñas,  no, señor, esa fulana no vive aquí.
En diagonal cruzas hacia el edificio todavía de color gris pero sin las nubes de polvo y cuando llegas a esquina, el mismo mototaxista aparece esta vez con otra muchacha en flor que no cesa de retocarse el cabello. Y aquí me tiene otra vez a su servicio, jefecito, pero esta vez puede compartir los gastos con la damisela. De vuelta al barrio, ¿a la Plaza de las Palmeras, no? Tarifa de dos por uno. En la tibia brisa de la cuesta bien empinada, la joven, a diestra y siniestra, se espolvorea con la motilla las mejillas y, coqueta, se coloretea los labios. ¿Un plancito? No, aguanta el carro. Era mucha la coincidencia.  ¿Tramaban algo? Se trunca tú delirio tremens cuando la mototaxi se detiene en una de las esquinas de la plaza de las palmeras. Un hombre con un holgado terno de lino blanco, ocultando las canas en un sombrero de Catacaos, te sonrie luciendo sendos incisivos de  oro. Me tinca que anda perdido, coleguita. Ah, doña Mila. Hace siglos que no baja a La Merced, la pobre. Usted sabe, la vejez. La hija del italiano, finado ya, solía  traerla  después que don Anchico, falleció  hace años. Ah, la hija, sí, sí,  vive cerquita nomás. Miré allí, en esa casa de alquiler. 
Luego de tocar la puerta un buen rato, no responde nadie. Una señora con un niño en brazo, en trajín por el corredor, te informa que todo el mundo estaba en el río en una kermesse que organizó la colonia de los alemanes. Pero el hijo de la señora Norma tiene una tiendita en la nueva urbanización. Detrás del mostrador, cabizbajo, el tipo tartamudea; hace años que no pisan el fundo del abuelo Pancho, desde que murió cantando Garibaldi se fue a la guerra pumpurumpum. Loquísimo, el abuelo. ¿La chacra de doña Mila? Suba hasta la cruz del cerro y allí agarra el camino de herradura. Que el mototaxista lo lleve de vuelta al mercado. En una esquina hay un quiosco de jugueras bien ricotonas y delante chambea en su silla de ruedas, Rolando, hijo adoptivo de la Doña. Alli el tullido se gana del frejoles vendiendo en el suelo sus candeleros hechos con tarros de leche Gloria.  Las jugueras te aseguran que lo ven empujar la silla de ruedas por una calle paralela al mercadillo y, luego, dobla a la derecha y sigue hasta la mitad de la callecita que muere en la quebrada por donde se sube a la cruz del cerro. Alli, en una quinta de rejas,casi a mitad de la calle, se guarda el lisiadito al atardecer. 
Si, aquí vive, Rolando, le respondió un joven en pantalón corto y calzando zapatillas de calidad. ¿Quién es usted? ¿Por qué lo busca?. No, imposible. De ser cierto su nombre, usted murió cuando yo nací. Una voz desde el interior ordenó que se dejara de majaderías, ¿acaso no sabías del tío en el extranjero?. Aja, ahora lo agayto. No, no yo no puedo guiarle, señor. Pucha, ¿hasta el río Toro?. Estoy hasta el cien de tiempo en el pedagógico. Y cuando esta a punto de cerrarle la puerta, sale una joven en shorts pero con sandalias, achinada,  con un cerquillo que casi le toca las cejas. Le alza la voz a su compañero: que se pusiera las botas y el overol, malcriado. Había que llevar al pariente al río Toro de inmediato antes que doña Nelly regrese a la chacra después del lavado. Por la quebradita llegamos hasta la Cruz en la cúspide del cerro y de allí a una legua más o menos alcanzamos el río.
            No, ya  no es como antes. ¿Dónde está el caudal que se coronaba de espuma durante los torrenciales? Los pedregones entrechocaban en el lecho y las montañas trepidaban en sus cimientos. Y Rafacho, nos jodimos caracho. Se nos vino el fin del mundo. Alli quedan como vestigio las anormes rocas de color plomo pero que ya no relucen con sus lagartijas que se tostaban bajo los destellos  filtrándose por los intersticios de una arboleda tupida en las orillas. Y ahora no queda sino una rala floresta bajo un sol  sin los fuegos fatuos de antaño. Alrededor los charcos entre el roquedal los arroyuelos que fluyen mansamente. Mientras saltas de roca en roca, deshilvanas la remembranza de los polluelos detrás de la mama gallina que los guiaban por la senda en  busca de gusanillos aleteando cada vez que la brisa trepaba por la ladera empinada de la montaña. Tus cicerones marchan adelante discutiendo sobre el cultivo de buenos modelos de la reciente generación. De pronto, a cierta distancia, emerge un grupo de persona en uno de las tantas encrucijadas de la cañada. La vocinglerían por la probable sorpresa, o quizás por la bienvenida, aunque tal vez por el rechazo, se acalla cuando con voz de walkiria la joven del cerquillo asegura que no se trata del forajido Machaway, no, señora, es el sobrino de la abuela, el señor que vive en el extranjero. La mujer canosa, desdentada, vestida con un ajado y desteñido faldellín, se tapa la boca con ambas palmas y menea la cabeza. No, no quería que te acercaras.  Masculla tu apodo de cuando eras niño, y las lagrimas le inundan las mejillas. Sin dejar de cubrirse la boca, ella dictamina con un gesto hierático que dos de sus nietos te acompañen hasta los cobertizos de humiro allá en la cumbre donde, asegura en Quechua, que la tía Mila ya desde ayer  adivinó la llegada de un forastero de tierra lejana. ¡Ah, caracho, la bruja de los malos augurios?, mascullas entre sí.  Los niños suben la cuesta fangosa y sólo en ciertos tramos se perfila la espesura verde que te verde de antaño. El niño de adelante incrusta el palo en el suelo para mantener el equilibrio, mientras el de atrás te da instrucciones para no resbalar al fondo del barranco. ¿Por qué no se puso los rompebuques? ¿Zapatos de calle para sabir a la chacra de la abuela?, interpela el niño de adelante. Un resbalón, y se saca la chochoca, señor. Deja de meterle miedo al tío abuelo, caracho. No vaya por el cantito, no mire el fondo que se va marear. Estamos por cruzar el peligro, un para de trancos más, y ya está.  Y para camuflar el terror te concentras en la gallina de los huevos de oro con su hilera de pollitos amarillos y el azabache que cojeaba de una patita, quedándose atrás.  Cuando la mamá gallina se dio cuenta de que la seguías agazápondote en los matorrales, dio media vuelta y regresó no por esta fangosa bajada sino que se internó en la espesura de la monte que realeaba alrededor de los cobertizos de humiro, o el solar de Doña Mila, como lo llamaba con sarcasmo el italiano Pancho Pazuñe. Y de pronto en tu memoria de la tía Mila cortando de un tajo tu solaz con la gallina de los huevos oro y su secuela de pollitos cacareando ella por la canaleta alrededor del patio y sus polluelos picoteando en los pocitos de la lluvia. No, carajo, aquí todo el mundo me trabaja, intendinquichu manachu. Aquí nadie viene a rascárseme las pelotas pensando en las musarañas. Y tu chamba era la de meterle el dedo en el culo de las ponedoras antes de asentarlas en sus respectias hileras dentro del gallinero, y por más que te lavabas el índice con greda y lejía, la pestilencia perduraba en el interior de las uñas y no te quedó más remedio, hijo pródigo, que comer con la mano izquierda. No, no querías arruinar el sabor fresco y fraganciosa de tu tajada de pan francés que la abuela Esther, la fornicadora de Rafacho, almacenaba en canastas cubiertas de un mantel inmaculado de la sagrada familia.
             De improvisó, aparece bajando por la cuesta fangosa un hombre trigueño de mediana estatura. Lleva botas de montar, un pantalón de casimir, y una chompa azul marino. Los niños, ambos, al únisono, lo saludan, antes de que el susodicho te estrecha la mano torpemente. Es el marido de la Nelly y se identifica como procedente de Jauja, y sin más rodeos te cuenta la historia de Rolando. ¿El muchachón de la silla de ruedas?  Había tres versiones pero ninguna de ellas goza de mayor credito. Creame, amigo, un misterio.  Corría el mozalbete de carajo cuesta abajo velozmente cuando perdió el equilibrio al asomarse al borde y de lleno fue a dar al fondo del barranco donde le esparaba un tronco que le rajó la columna vertebral. No, imposible, disentía los chacareros de la vecindad. Lo que pasó es que lo agarró Sendero Luminoso --especulaban otros--, en pleno fiestón y lo torturaron por borracho, putañero y fumón, no  picos, ni hoces, ni lampas, sino lo apalearon con ramas gruesas de chonta hasta  destrozarle la espalda desde el cuello hasta el huesito de la alegría. Pero otras lenguas viperinas afirman y confirman que fue la misma Doña Mila que lo sacó a palos de la fiesta donde había bebido como un condenado, templado de la hija del nuevo dueño de la Pampa, y lo arreó a palazos hasta su camastro, y allí, agarrando con todas sus fuerzas la chonta más dura, le descuartizó la columna vertebral al pobre que  estaba de cúbito ventral. Sí, enceguecida por la ira, esa lacra que corroe a la familia Montes. ¿Lacra?  Entonces, se desencadena la remembranza: estabas tú, hijo pródigo, al pie la escalerilla, mientras el Viejo acomadaba la carga de los pasajeros dentro de la toldera ajustando las soguillas, cuando pasó un cholón alto y fornido, saludando. “Y qué haces, Loco”  “¿Loco?, indio de mierda. Sólo mis amigos tienen el derecho de llamarme así”, le respondió el Viejo bajando por la canastilla donde se trepaba a la intemperie el chulillo de turno durante los viajes. En un par de segundos,  luego de cruzar la calle, lo dejó tendido en el suelo de un solo cabezado y de yapa una chalaca en la panza. Cegado por la ira, con una lluvia de puntapiés, el Viejo arreó al hombre ensangretado hasta que cayó en las aguas precarias del río Tarma. Justo allí lo contuvieron  al Viejo dos hombres de la rencauchadora, sus amigos, Loco, loquito, cálmate, no te desgracies por el amor de Dios. El Viejo volvió en sí y se puso a llorar. ¿La lacra? Y mientras escuchas otras posibles variantes de la historia de Rolando, evocas, asimismo, al gallo carioco con las patas anudadas sobre el tronco. Después colocar el cuello escamoso al borde, te alcanzaron el machete de cobre puro, pero no pudiste degollarlo de un solo golpe, como solían hacerlo los  machazos de pelo en pecho, el tío Anchico, y su acólito, el Rafacho. Gritaste desaforado porque el gallo rompió la soguilla que le ataba las patas y voló a ras de suelo por el patio dondé solían comer a la cinco de la tarde las cien gallinas y los veinticinco gallos de mil colores, y los abuela Estele los invocaba a las cinco de la tarde, ¡pip, pip, pip!  Dio vueltas el pobre animal con la cabeza sostenida por un hilo rojo hasta que quedó tieso en un charquito de sangre. Y mientras los degolladores festejaban a carcajadas el viacrucis, tú te desgarrabas de llanto, hijo pródigo. Otra vez, ¿la lacra? Del declive del inmenso patio no queda sino una oscura espesura silvestre que se funde con las tinieblas del monte.  El gallinero y el horno y la cocina ya no existen. Subes por los escalerilla de concreto al patio de los recintos con techumbre de humiro con la taza de avena con cocoa que uno de los niños trajo desde el rancho de una sola pieza donde antiguamente habitaba la peonada con sus familias. Desde el pasadizo paralelo al primer recinto qu, servía como dormitorio y depósito para apilar los costales de café, los sacos de maíz y las cajas de frutas que en los buenos tiempos se alistaba  para la venta en La Merced, los días de feria, sí, desde allí,  bajo del reflejo de la luna, se perfila entre las sombras una silueta encorvada,  asediada por el tenebroso concierto de las cigarras, los grillos y los búhos. Luego de un siniestro carraspeo profirió la premonición de que una nube de mariposas rojinegras de malos augurios le anunciaron pomposamente el retorno del hijo pródigo, igualito como aquella lejana noche cuando el furioso relincho de las mulas le anunció la muerte de su Chino, o su loco Félix, que un vez llegó de improviso  a los cobertizos de humiro acelerando la góndola sin atollarse en los charcos de lluvia,  se esfumó en un dos por tres dejando en pindiga al Rafo que lo acompañó en ese viaje sin pasajeros desde Tarma. Sí, se hizo humo en un tris en el seno del monte pero, al poco rato, se desgarraron unos alaridos que espantó a las bandadas de pericos y guacamayos. Dizque al toque Rafo salíó disparado sin importarle las improperios de la tía Mila, y cuando lleguó a un claro de floresta, estaba el Chino de la tía Mila sentado en la hierba con la cabeza hundida en el regazo y las manos  arrancándose los cabellos. Al notar la presencia de Rafo, se puso de píe para apedrearlo. Pucha, me falto culo para correr. ¿Una nube de mariposas rojas?, te interrogas, hijo pródigo, retornando de los ensueños de la memoria, mientras el hombre trigueño continúa de rato en rato con la perorata para recuperar la Pampa de unos indios ignorantes y usureros, unos mil dólares por lo menos, para instalar un criadero de abejas. Mire, con sólo tres panales, me basta para cubrir los gastos de casa, ¿se imagina, coleguita, una granja de miel de abeja? La tía Mila volvió a echarse en la hamaca y con un gestó frenético a sus años te ordena sentarte en el banquito de al lado, y luego revuelve en cesto a su costado unas papitas ocas ollucos marchitados. Ay, mi Negrito, que te llevarás, pues, a tu regreso. Y en segundos viste bajo un reflejo de la luna, la ajada foto del abuelo, el colorado alto y fortachón, de bigotes hitlerianos, con polainas y fuete en la mano, el que solía arrear a la indiada del sur y en camión traerlos como ganado para la cosecha de café, y qué te llevarás a tu vuelta, ay mi Batuto, viniendo de tan lejos., Es lo único que me queda. Estoy en la miseria, mi Chino Félix. Señora, dese cuenta, es el hijo, no el padre, sí, pues, solamente con una inversión de mil dólares se recupera la pampa y quién sabe Señor, como viento en popa la familia florece otra vez, y se logra la prosperidad de los viejos tiempos. Estarás ya cansado, ay, mi Batutito, lo dormirás, pues, en la cama de tu padrino Anchico. Bueno, pariente, en caso de que regrese a Perú, podría entrarle al jugoso negocio de la miel, No se sienta obligado, es una sugerencia, nada más. No se incomode, que descanse bien,  mañana será otro día. Buenas noches. Cuando estás a punto de cerrar los ojos para sumergirte en tenebroso concierto de las cigarras, los grillos, y búhos reparaste en el sombrero verde de paño color verde nilo que el tío Anchico no se lo sacaba ni para limpiarse el culo con hojas de pituca.  Te sientas en al cama para descolgarlo del madero. Estaba corroído porla polilla y cubierto por un polvo de siglos, pero así y todo, lo estrujaste contra tu pecho. Y de pronto, despiertas y de un solo tajo de machete te han abierto el vientre. Oh, Santo Cielo, sentado al filo del catre, con ambas palmas convulsas de la mano, sostenienes tus tripas ensangrentas y si el hervidero de gruesos gusanos se desliza al suelo por las junturas de los dedos, te habrías vuelto ya un cadáver. Gritas a todo pulmón para que la condenada de la bruja se despierte en su cama de ultratumba. No, no querías que tus entrañas contrajeran una infección fatal, si tocaban el suelo. Finalmente, la tía Mila se levantó de las sábanas salpicadas de sangre y carraspeó como una poseída por el demonio que tu habías venido desde tan lejos, pero de tan lejos, luego de una ausencia de veinte años, para dejar tus huesos entre las hojas de pituca.







lunes, 22 de enero de 2018




EN LA FINCA DE LA TIA MILA


6b
Al retornar de los matorrales alrededor de la toma de agua, Shato se dio de bruces con un curco que a duras penas subía por la pendiente. Vistiendo terno de cordelllate negro y sombrero de copa, el giboso se paró de golpe y, acto seguido, se hizo la señal de la cruz al revés dizque para exorcisar la aparición de un duende, santo cielo!. Por su parte, Shato quedó paralizado, los nervios en punta, pronto a gritar, pero pero no, no había que muñequearse, más bien balbuceó entre sí: ¡Chasumá, un pishtaco?. Tantas veces el tío Pedro le advirtió  que estos matagente deambulaban por las quebradas en busca de opas en plan de despellejarlos y  extraerles toda la grasa que lo exportaban a buen precio para lubricar la maquinaria de los gringos. Cuando el curco se puso rezar en latín y la giba hinchándosele cada vez que desgrababa el rosario de oraciones, a Shato le asaltó la duda. ¿Pishtacos en la selva?  O tal vez sería el mismísimo diablo disfrazado de sacristán para hacerlo caer en la tentación. No, el no atracaría ¿Brincar al precipicio como el Tayta Cristo?  Ni cagando. El no era un opa de la sierra. Arrugando el entrecejo, aprentando los labios, aunque musitando entre dientes, un canto de la sirena, trotó de largo y, al toque, agarró embale por la cuesta abajo, zizagueando por la carretera que culebreaba por la ladera de la colina. ¿Duende, yo? Ni cagando.  Pronto llegaría la otra ladera donde descansaba el bosque de los pacaes.
Al vislumbrar a lo lejos el túnel de floresta, a Shato le brincó el corazón porque no tardaría mucho en aparecer la colina de la hacienda San Carlos. Rafo le chamuyó que en ese lugar solían asomarse en cámara lenta piaras de sachavacas, hordas de venados, pero no se aguayta ni míechica, caracho.. Estos animales de Dios –palabreaba el Jim bamba de la selva—se espantan a veces cuando uno sigue por la sombra de los ramales las dos huellas arcillosa del camino después de vigilar por leguas la hilera de grama en el centro y sus odiosos mantis, esos insectos a guisa  de hojas, acechando siempre a uno para sacarte ronchas en la raja del culo,  pero a  mí, el Rafo, el de la  pura leche, nones.  Ayayero y trafa, el Rafo, y conchudo por añadidura, musitó Shato, casi orinándose en los pantalones, pero aún así en penosa condición,, daba trancos  con ahínco cubriéndose las orejas debido a la batahola que concertaban la  parvas de murciélagos, búhos y payares, malagüeros, comuflados en las copas de los árboles, espiándolo, sí, para cogotearlo el menor descuido., los hideputas. Ya en la nueva bajadita,  casi giró en sus talones y de vuelta, pues,  a dormir bajo la techumbre de humiro. El plan de ir a pie a la Merced por una raspadilla para Machaway, el perseguidor de mariposas blancas, se le resbalaba de la palma como una pompa de sudor.   No obstante, al reparar en el Ratón,  sentado el conchudo con las orejas en punta, lo saco de quicio: pichi de mierda, ven al toque, carajo, que ahorita mismo  te arreo a pedrada limpia. Jadeante, la lengua seca, sudoroso arreó a Ratón con un palo reseco y logró, sin darse cuenta, llegar al puente de troncos donde se arrodillo para beber sin importarle el murmullo de las ánimas que dormían para siempre en el lecho del puquio de los bagres y sin importarle tampoco si las viudas podrían desprenderse desde arriba en espiral hacia abajo para saciar la sed, sí,  esas sierpes rojinegras enroscada en la espesura de los arbusto; de modo que embaló antes de que se despierten esos demonios del infierno, y bisbiseando las lancetas anuncien  la muerte. Sí, una muerte anunciada. Y ahí sí, papas con ají, el acabose, y nadie quedaría para contarla. Ni siquiera su sombra.
Una vez atravesada la curva del diablo, trotó echando el cuerpo hacia atrás, mientras, Ratón, a su costado, ladrando de algarabía después de estar gimoteando por un buen rato. Ambos casi sin aliento lograron alcanzar la nueva curva, pero reanimados y, al cabo de un buen rato de descanso, llegaron a la cúspide de la arboleda de la última montaña. Allí,  casi cegado por el resol, entrevió la falda las dos huellas de polvo amarillo que en zigzag descendía hasta bordear la hacienda San Carlos.  Se frotó los ojos para asegurarse que no alucinaba. Desde alli hasta La Merced habría por lo menos media legua a lo más y, cataplum, lo logramos Ratuchín, mi pichingín. A medio camino de la bajada, Shato se dio el lujo de devanarse los sesos por un buen rato para figurarse cómo diablos  los vejestorios, Mila y Anchi, pudieron sobrevivir la volcadura en ese paraje.  Desde la cima de la colina hasta el alambrado que desanimaba a los ladronzuelos que merodeaban por los alrededores de la hacienda, rodaron. Dicen que el Jeep dio varias vueltas de campana mientras el viejo Anchi cayó de poto en el lecho reseco de un desaguadero de lluvía, mientras la Chunca Mila quedó patas arriba con la cabeza atrapada en arbusto de lianas, dejando al descubierto sus calzones con bombachas para solaz de los operarios que lampeaban un derrumbe por las cercanías. Y ahora -por fin y a golpe de tiro-- relucía la hacienda San Carlos, gracias a Dios todopoderoso. Aleluyas, al Creador, Ratón. 
Desde la cumbre esplendía con nitidez el naranjal interminable de hileras verde amarillo. A lo lejos, por encima del centelleó, se podía auscultar las nubes de polvo en la ancha carretera con los camiones y sus tubos de escape torpedeando con destino a Satipo por cargas de troncos para los aserraderos, quintales de café, sacos de maiz y cajones de frutas. En la lejanía se vislumbraba las crestas del caudaloso río en cuyos flancos de arenal se erguían imponentes, y bien lejos las rocas, unos mastodontes casi imposible de treparlas, y detrás, aún más lejos, se auscultaban las cadenas de colinas cubiertas de una densa arboleda verde que te verde.
Por fin, Shato y Ratón llegaron a la entrada de la camino de dos huellas que llevaba a los varios fundos de los chacareros. Ambos se sentaron por un buen rato antes de emprender el declive de la calle sin pavimento que conducía a la plaza de las palmeras. Caminó ocultándose entre los chacareros que se aglomeraban en las veredas. En una de las calles aledañas a la plaza había un kioscos de refrescos donde  Shato, antes de regresar, debía comprarle un chupete a Machaway que a estas horas estaría buscándolo como loco detrás de las mariposas que se le evadían justo cuando estaba a punto de atraparlas, entonces, la monotonía de sus clamores de ay, pichuchanca malagüera, no me las escandas a estas chuchumecas del diablo.
 En camino hacia la esquina del chifa donde su padre solía llevarlos cada vez de los expresos directos para los piuranos de Catacaos que vendían sombreros de paja fina en el mercado de los caldos de gallina, se percató de qué un par cuadras hacia abajo quedaban los baños públicos de La Merced. A la altura del mercado, se cercioró si el fantasma de la  góndola azúl de papá no estuviera cuadrada en el paradero, espiándolo. Y debido al reverbero del mediodía podía verse sentado horcajadas sobre la capota, a los tres años con su eterno chupón y su rulos que le cubrían las mejillas. Bien macho, caracho, nada que ver con chancletita soñada por la loca del caserón, la Toya, y su incesante cantaleta sobre las aventuras del Quijote y Sancho Panza y del Conde de Montecristo, Genoveva de Bramante, y una tal Bovary. Y renació el miedo de antes a los cagaderos cada vez que se acuclillaba sobre los agujeros de las aguas encrespadas del río y los moscardones verdiazules que se enardecían en el vaho hediondo y si los zancudos, camuflados de abejas, se infiltraban, el acabose, porque te dejaban los carpachos henchidos con una picazón los carpachos, madre mía, uno agarrabas  terciana  de fiebre y tembladera. Cuando llamó a Ratón desde la cima de los escalones del cagadero, se le escarpeló el cuerpo. ¿Dónde diablos se había metido el perro chasumá? Subió la pendiente de la avenida por la vereda ocultándose entre el gentío del día de feria, e invocaándolo en voz melíflua, un susurro seductor, ay Ratuchito, mi querido pichichongo, dónde mierda te has metido. ¿Y qué cuenta le rendiría  la tía Mila de Hitler cuando no lo viera al perro saltándo, corriendo y ladrando como loco cuando ella retornaba a su fundo? Según ella, fundo o finca, no lo confundan con chacra de chulillo pobretón. Por un pelito de ángel, el Shato, abatido, casi se sienta en un banco del parque y se echa a llorar como la María Magdalena y de ese modo, pues, conmover algún chacarero para que le diera una jaladita porque, señorcito, le juro por mi santa madre, la Toya, que me dejaron botado sin darse cuenta, mis tíos Mila y Anchi, que por primera vez lo trajeron al día de feria, si, en su Jeep chilandito, era su turno, ya que los otros se quedaron en el monte, el Rafo con su chifladura de ser Tarzán o ser Jim de la Selva, y el Jisho sollozando todo el santo día por estar sufriendo el purgatorio en vida, y el concho Machaway, arrastrando la cojera detrás de las mariposas blancas. Pero no, carajo, eso sí que no, el no se rebajaría con este cuento a la recua de chacareros hijos de su puta madre. El era Shato, o sea  el  el de los cojones bien puestos, según el querido loco Félix.
Por consiguiente, resignado a la desventura, Shato compró un chupete de hielo de mil colores para el cojinova Machaway, pero se derritió no bien hubo caminado dos cuadras de la avenida que bajaba hasta la entrada de la carretera de dos huellas arcillosas, la misma que bordeaba un buen trecho del naranjal San Carlos. De modo que regresó sobre sus pasos y en el mostrodor puso con meticulosidad los últimos centavos de la propina que le dejó su loco Félix cuando en uno de los tantos destierros cuando coincidieron los cuatro todos juntos durante  los meses de vacacione en elpredio de alcurnia de la tía Mila, quien desaforaba cuando se hacía averia y media en la en la odiosa o amorosa montaña verde que te verde. La vendedora tuvo que agacharse para darle todo lo que podía comprar: un cucuroso con raspadilla. Pero qué diablos, se cagaba en el tapa del loro, que Machwway y su retahíla de mariposas lamieran  helados de su alucinación porque el que ahora sostenía con la punta de los dedos, ya se derritió casi un cien por ciento, y Shato, nada cojudo, se apresuró para coger unas hojas de pituca para limpiarse las manos y la boca antes que la turba de avispas y zancudos y mosquitos lo desmenuzaran a punta de picaduras. Después de todo, que diablos importa ya:  puesto que el  Machaway habría correteado su cojera todo el día detrás de las mariposas inmensas y del tamaño de las hojas de pituca con que uno en esos lares  se limpiaba el reverendo trasero, cuando brillaba por su ausencia un trozo de papel periódico o una piedra gris, bien pulida, para no lastimarse la raja del culo.


jueves, 18 de enero de 2018



En la finca de la tia Mila



¡Miéchica! , ¿Y La Merced, Ratón?  Acalambrados los tobillos y bajo sombra de un naranjo, Shato calma la sed y el hambre, apenado por el Ratón que jadea baboseando.  A lo lejos replandece la curva de las guadañas que vigilan el precipicio donde suelen volcarse los Jeeps de los chacareros.  Alli comienza una bajadita en zigzag. La primera vez que piso la chacra de la tía Mila fue como una una película a colores y en cinemascope. Se sucedían una después de otra las lomas, bien empinadas. Curioseando de reojo la nariz aguileña, dizque de un blancón de pelo en pecho, el tío Anchi, husmeando las dos huellas de arcilla por si acaso se le cruzara un gato montés, una zamaño, un sajino o un cupte.  Al llegar un tramo de boscaje con florecillas blancas, fraganciosas,  una mariposa se posó gracilmente en el marco del parabrisas. Mira, Milita. ¡Qué preciosura! Te costó esfuerzo mirar de reojo el ojo sin vida de la furibunda tía Mila porque al toque fulguró de ira. Ya me tienes harta con tus floripondios, carajo. Un día de estos nos estrellamos la ñata en el barranco y adiós mundo cruel. Y sin tanto melindre ni  aspaviento , Shato procede a fabricarse un emplasto con hojas de pítuca y se los coloca sobre la sienes empapadas de sudor. Luego, desgaja una rama reseca en caso de que una culebra de  Caín lo adormeciera, sibilina, con el siseo mortífero de su lanceta. Qué suerte. Los perrazos del Pancho Pazuñe no ladran; entonces, trotaría sin miedo la penumbra de tupida arboleda sobre el trecho donde la góndola solía atollarse cada vez que a papá, el loco Félix se le ocurriera visitar a su hermana mayor. Ella lo crio desde los tres años cuando quedó huérfano de padre y madre.  Casi siempre después de jugar una partida de cachito  con la farra de compinches en San Ramón y, medio zampado, enfilaba velozmente al bar de su querida Juana Vásquez, en la Merced, para seguir la parranda con el juego a los sapos y apostaba bien alharaquiento mínimo una caja de cerveza. Tú mamá putativa es la Juana Vásquez, Jisho, lo batiamos a todo dar y el alfeñique lloraba a gritos. Sí, pues, la góndola encallaba como cachalote en los charcos que dejaban los infatigables aguaceros noche tras noche. Entonces, un patadón en el trasero del chulillo Aurilio y se disparaba al toque en busca del tío Anchico. Con tu Jeepcito lu vas remolcar al gúndula, taytita, le lloriqueaba al padrino de Jisho.  Sacos de yute, troncos, piedras, todo, todo, dibajo dil llanta, pero mana manachu, nada de salirsi del huico, mirdacaraju, gúndula. No bien descendió una pendiente con el cuerpo que le vencía como si cargara un costalillo de papas, Shato se dio de bruces con el Popeye Pancho Pazuñe. Estaba de pie el Garibaldi de Milán, bajo el cobertizo donde guarecía el famoso par de Jeeps, justo al costado del arco de humiro de donde colgaba un retrato amarillento de Mussolini. El otro portal del fundo estaba en la banda opuesta, cerca de los galpones de la servidumbre, donde en yunta con el tío Anchico, dizque hacían ambos fechoría y media con las sirvientas según la pregonera nazi de la montaña, la tía Mila. Alli estaba, pues, el llaptu de mafia siciliana, rumiando yerba del Vaticano, la pipa colgada de las jetas arrugadas, sin dientes.  ¿Y dónde crees que estás mocoso del diablo? ¿En la Plaza de Armas de Tarma? Que se entere nomás doña Mila. Te va ajustar las cuentas a correazo limpio, caracho, por mataperrear en el monte. Las culebras te van a tragar con ropa y todo. Shato --mascullando entre dientes gringo concha de tu madre--, de nuevo remontaba otra loma tupida de maleza que escondía esos árboles de cuya corteza goteaba un liquido lechoso, veneno que en un tris te mandaba a la otra. Llegó casi sin respiración a la cumbre donde se extendía la pampa de los tapados. Cuentan que allí el Pacho Pazuñe halló un baúl repleto de libras esterlinas, o barras de oro.  De la noche a la mañana se apareció por aquellos lares de la montaña con un par de Jeeps. De arriba para abajo los manejaba con sobradera para controlar el trabajo de los maktas de Apurimacmanta que como los chutos de Ayachuchomanta de la tía Mila, cosechaban café sudando la gota gorda, chacchando coca, los carrilos hinchados por el sarro, babeando un hilillo verde por la comisura de los labios amoratados. De rato en rato en rato se limpiaban con el dorso de la mano, cada vez que retenían con los labios la cal embadurnada en un palito que extraían de unos poronguidos. Pero otros chacchaban sin cal, sólo con toqra,  un amasijo de ceniza con caca de gato, según aseveraba la sabiduría del Rafacho. Miéchica, ahorita mismo me caerían bien unas hojitas. Para que lo sepa todo el mundo –se vanagloriaba la tía Mila--  tu abuelo arreaba a latigazos a estos indios del sur, los metía como carnero en un camión, y los traía aquí para la cosecha de café. Asi pudo levantarse un poco, después de haber perdido la mina de cal y tenido que devolver el carrazo de lujo que lo compró en Lima cuando estaba en todo su apogeo. Si, pues, hojitas de coca, runasimita, para descansar un buen rato sentado en un curpa, asegurándome, eso sí, de que no fuera nido hormigas rojas. Las más bravas de la zona. Te dejaban el culo y las pelotas llenos de ronchas, la piel al rojo vivo, con una fiebre que hacia delirar a uno las maldades más recónditas. Shato detuvo otra vez para contemplar por un ratito nomás las reverberaciones entre la hierba espigada que se rizaba con la brisa refrescante de la floresta de flores blancas, pero mala suerte: no detectó ni mierda, ningún efluvio multicolor que revelara un tapado. Estaba empapado de sudor, seca la garganta, con un leve mareo; entonces, de un solo impulso se internó en la espesura de una trocha en busca de una canaleta que procedía de alguna toma de agua. Había que agacharse por un pedregal que enfilaba hacia un puente hecho de troncos sobre un arroyo camuflado de matarroles. Por fin pudo avizorar una canaleta sostenída por caballetes cruzados cada cierto intervalo hasta llegar al pozo de concreto que rezumaba la catarata en miniatura que brotaba de las entrañas de una quebrada.. Tenía que buscar una parte del terreno donde la canaleta, hecha con gruesas cortezas de árbol, estuviera a ras de suelo para poder arrodillarse y beber sin quebrarla. Y mientras bebía, otra vez Andres con la misma cojudez de las remembranzas para matar el tiempo:  esta vez era el Rafacho en yunta con Alejandro, el hermanastro de Lima, acompañaban ambos a la Estela para limpiar el musgo en las paredes de cemento de la toma de agua que fue construída por el tio Anchico a punto de comba en la roca y con cemento de primera calidad. La Estela se levantaba las faldas y se las amarraba en la cintura.  El par de malandros se solazaban curioseando de reojo el culazo en calzones de balleta. Esto cuento nos lo contaba el contador, Rafacho, un trome como Tarzán, un guapazo como Jim de selva, a nosotros, los escuchadores en cuclillas, formando ruedo, a la luz de la luna --o sea, yo, Shato-- que ahora estoy hasta las huevas, cagadísimo como palo de gallinero, porque La Merced se me aleja cada vez más y más-- Jisho y Machaway.

miércoles, 8 de noviembre de 2017







Ladrón del saber


Para José Escalante Romero



1

            Todo comenzó en el comedor de estudiantes que otrora se ubicaba frente al viejo caserón de la librería Minerva, cuando irrumpió la voz finamente ronca de la Coneja en el aire húmedo de un mediodía de verano.

            --Apuesto que ustedes se chupan ---ellos arrimaron hacia el centro de la mesa las fuentes de comida entre botellas de gaseosas, vasos y grumos de miga, mientras la muchacha espantó de un manotazo una mosca que evolucionó hacia la mejilla de su agraciado rostro. Luego de una pausa, agregó:

            --Esos de literatura se tiran los libros a su antojo bajo las mismas narices de los vigilantes.

             De súbito, la jovial y pícara conversación languideceó hasta el más absoluto mutismo. En cada uno de ellos, se instaló por unos segundos un nudo en la garganta. El seco verde con frejolitos se tornó desabrido en el paladar y el castillo de naipes de unos minutos antes se derrumbó ante la danza de pupilas ya sin brillo, en torno a los mendrugos de pan moldeados en figuras extrañas. No, no querían enfrentar el desafio dibujado en los labios de la Coneja. Lo que Chacho y Goyo ansiaban en el fondo del corazón, era que Pichulín abriera el hocico y expectorara pronto una réplica.

            --Por supuesto que no nos chupamos, Conejita—por fin se manifestó el susodicho, carraspeando un par de veces para darse valor—Si quieres, ahora mismo nos zampamos al caserón. Sí, ahorita mismo, ¿no es cierto camaradas?

            --¿Y a cambio de qué esta vez, Coneja? –intervino Chacho guiñando los ojos de perro libidinoso.

            De golpe, se le encendieron las chapas en las mejillas de la muchacha en flor.


2

            La minifalda de pliegues translucía una prendá íntima de color rosado que se insiduaba con cierta nitidez en cada bamboleo de sus caderas entre el atolladero de vehículos que recalentaban la atmósfera pegajosa del jirón Azángaro. Antes de que ingresara al zaguán flanqueado de vitrinas donde se apilaban colección de volúmenes, tomos, libros—algunos apolillados, otros cagados de moscas antiquísimas--, ellos, al borde del sardinel opuesto, se aprestaban a cruzar el asfalto que reverberaba con la canícula. Se miraban unos a otros, asegurándose una vez más que no se asomara la sombra de la duda, que el miedo no les enturbiara las pupilas, o que las manos no se les humedeciera de sudor.

            --¡No por las puras huevas somos los Incosquistables de La Casa Verde! –vociferó el gienecillo dominical, Goyo, casi corriendo.

            --¡Sí, pues, somos patas del alma templados hasta el ejete del mismo hembrón y a la carga, camaradas! –agregó Chacho, el libertino de Filosofía en el tocador.

            --Y mucho ojo con el chontril –la voz esta vez sorterrada de Pichulín, el blanquiñoso, mientras indicaba con guiñadas a los uniformados portando cartuchera y una vara colgada de la cintura. El que estaba cerca a la caja registradora parecía dormitar recostado en una una viga de madera.

            Ellos divagaban con parsimonia frente a los estantes de una infinitud de libros dispuestos con impecable simetría, e intercambiaban miradas con el rabillo del ojo para darse ánimos y, de rato en rato, espiaban a la Coneja que hojeaba en ese momento un libro en el centro del patio del antiguo caserón. Por fin, ella dio la señal del ceño fruncido al momento de desplazarse con pasos de pantera hacia las últimas novedades que se exibían sobre una mesa cubierta con una manta de alpaca. Sin inmutarse en lo más mínimo, con un frío desapego, dio la otra señal acordada: rastrillarse el mechón que a veces le cubría los dientes de coneja, y cada uno de ellos, con diverso grado de estremecimiento, manoseaban las trémulas páginas de los libros seleccionados para el hurto del siglo. Advirtieron que las empleadas lentejudas, desde los cuatro ángulos del patio, seguían condenando ceñudas, cada vez que hacían rodar el rodillo de las antiguas máquinas de escribir, el descaro de esa minifalda. Una blasfemía en el templo del saber, Dios santo. ¡Qué descaro de la tipa!



3

           Pichulín sustrajo Rayuela de los estantes del fondo y lo escondió debajo de sobaco guarnecido por la casaca de nylon. Se dirigió lentamente a la casa registradora para pagar por un folleto publicado por el departamento de lingüística, Lexis, y luego de guardar en la sencillera el vuelto de manos de la cajera, abandonó el recinto, no sin antes avistar de soslayo el rictus de aprobación en los labios de la Coneja. Se imaginó con ella al anochecer, en rico plan de paleteo, bajo los arbustos del Parque de los Enamorados.

            Al poco rato, Chacho camufló Cien años de soledad con los manuales desaliñados de didáctica y pedagogía dentro del cartapacio que nunca se lo revisaban, cruzó con paso seguro y solemne el patio que parecía no tener fin, sólo para impresionar a la Coneja cuyo guiño de aprobación exacerbó la imaginación del sátiro con ella en la inmensidad del Estadio de San Marcos,  cogiditos de la mano en las galerías agrietadas por el abandono, en via de explorar, al caer el crepúsculo, el territorio vedado de ese cuerpazo, pucha diablos, en el paraíso del placer.

            Tan pronto como pudo, el último de los ladronzuelos de libros, Goyo, extrajo de los estantes del costado del patio Los Versos del capitán, lo ocultó debajo de la chompa roja y atravezó atolondrado el centro del patio en busca la sonrisa de beneplácito; pero, al contrario, se estrelló contra un soberbio menosprecio, ya que el libro se le resbaló del sobaco y cayó al suelo con cierto estrépito, suscitando de golpe un conclave de asombros. El menesteroso se agachó para recogerlo en tanto que la Coneja arrojó encolerizada un folleto sobre la mesa de las novedades, giró con ímpetu sobre la aguja del alto tacón, y fugó despavorida del recinto. Antes que el vigilante le cayera encima a Goyo, éste logro estrujar el papel con un poema que había garabateado una madrugada de insomnio, y que unos minutos antes tuvo el ensueño fugaz de que la Coneja lo hallaría dobladito cuando ella ojeara en la casona de San Marcos las páginas de Neruda.

            --Lu vas pagar con carcil, puis –lo amenazó el vigilante apretándole el codo con brusquedad.


miércoles, 4 de enero de 2017






En la finca de la tía Mila


Las aventuras cada vez más audaces de Rafacho eran obviamente para impresionar a la Mula Blanca, la hija del italiano Pancho Pazuñe, que nunca abandonaba la pipa, el overol ni el sombrero de fieltro aún cuando cuchi-cuchiaba a su mujer, una gorda blanca y rubia, que si te fichaba esos ojazos verdebotella, quedabas hecho una cucaracha atravesada por un alfiler.  Es decir, hasta el ojete. ¿Y el Machaway?. El conchito estaría correteando la cojera en pos de las mariposas del tamaño de una hoja de pituca por el sendero en cuya orilla un manto de flores mudaba de color al unísono justo cuando pillaban los pajarracos a las doce en punto del mediodía. Y el jardín de las mil y una flores del tio Anchico, quedaba a espalda del tendal donde se apilaban en torrecillas las pepas verdes del cafetal entre rumas de parihuelas, cobraría el color de la envidia “Apúrate, pichi de mierda”, le gritó Shato al Ratón que saciaba la sed en riachuelo al borde de la carretera. ¿Y el Jisho? Ah, el badulaque estaría santiguándose ante el horrendo milagro de las flores porque era obra del mismísimo demonio, Satanás, el rey de los infiernos. ¿Infierno, no?, le increpaba yo en plan de joderle la pita al santulón bien culón. Callaté el hocico y límpiate las legañas, ojo de vaca. Infiernos, y punto. Así lo decía el catecismo. ¿Y por qué no, entonces, catecismos?, le insistía yo jode que te jode al Marcelino pan y vino. Cállate el hocico, entenado del diablo, y suénate esos mocos que te cuelgan para asco, me gritaba el monaguillo de la Sagrada Familia. Y toda esa moña de confesarse los sábados, comulgarse los domingos, e ir al rezo con las vecinas de la casona en Tarma todas las noches, era purita mariconada, y un pretexto para que Rafa le clavara al rosquete la chapa de llorón de chacra. Shato llegó por fin a la loma del puquial donde solían detenerse para escuchar el lamento de las ánimas, ocultas en el arroyo rociado de espuma, antes de bajar corriendo por la cuesta que culebreaba oscurecida por la maraña de árboles espigados y altísimos donde se columpiaban los murciélagos en las noches y una caterva de monos chillaba histérica o la parvada de guacamayos que con impetuoso aleteo deshojaba las ramas reluciendo el zenit del mediodía. “Sigue, Ratoncito, no te chupes”, murmuró Shato al advertir un ligero titubeo en las patitas de Ratón. Cogió una rama con empuñadora igualita al bastón del viejo aristocrático De La Madrid, que daba mil vueltas por la Plaza de Armas de Tarma, con las tripas vacías, sin un cobre en el bolsillo, pero baston con  empuñadura de oro. Y de pronto, Shato, se detuvo para declamarle en voz alta al Ratón: “ Preparaos, perro huevón, para una aventura que Dios sabe a qué rumbo, coño, nos destinará, y por la santa madre que me parió me cago en la hostia” Así, remedando a su papá cuando éste, después de una tranca de los mil demonios, se daba ínfulas de proceder de la Madre Patria, un castizo que pidió la mano de una oriunda de las alturas de Cochas para que ella, o sea, La Toya, pudiera mejorar la raza. Pendejadas de mi querido viejo, del loco Felix. De la docena de hijos e hijas, mi Toya, era la engreída del abuelo Sebastían, dueño de almacenes en Morococha, donde los gringos bailaban Charleston, dueño de tierras con linderos de tupido guindal y copioso melocotón, dese de la cumbre hasta casi la mitad de la  campiña de Sacsamarca, y dueño, asimismo, de la casona de adobe, dos pisos con solar y patio de ladrillos, diez habitaciones, e incluso una tienda, solamente a una cuadra de calle central de la ciudad. Así que esa vaina de oriunda, aborigen, autóctona, natural, y que más?. Ah,  indígena. No era más que la cháchara de un enjundioso ebrio, mi querido viejo.



5b

El hueveo de los chismes para cagarme la reputación de jamás chocar con la familia en cuanto al lavoro, saca choro, pues, y merece un aclare. La milonga la ejerzo con los caídos del palto, los giles, y los incautos que se pudren en guita. Sin navaja ni lisura, puro floro nomás. No choco con los misios. Nada de toqueteos con la tribu de uno, pues. Es mi filosofía, los principios que guían mi mañosería por lo ajeno. Que fui cojeteando a la chacra de la Chunca y el viejo Anchi para engatusar a la Nelly con el toque de la lotería y quitarle el mendrugo de la boca, pura bamba, brod. Para que lo sepan bien, comemierdas, fui a enderezarle la plana al pulguiento de su marido, el Jaujino, el coquiento de la miel que va de puerta en puerta por La Merced con un andrajoso mono de la suerte en el hombro. Más terco que un burro, no se pone las pilas; por lo tanto, es responsable de la injuria que carcome a la familia. De modo que yo tenía la obligación moral de cuadrarlo con el socorro  de mi carne y uña, el zorro Frejolito, que merodeaba en aquel entonces por La Merced en plan de agarrar viaje con el faenón de la pichicata, claro, sin dejar de pisar, bien mosca mi yunta, la parroquia para encomendarse al Todopoderoso por mantenerlo vivo y coleando en el oficio de la pichi que uno nunca cata, mi apreciado Cojinoba. Frejól lo atarantó al jaujinacho con vaina  de que si no se ponía al día con su warmi,  le decoraría la carátula al baboso  con un par de chairazos. Lo atarantó en las escalinatas del mercadillo, y hasta al mono se le pararon los pelos en punta. De allí nos aligeramos al chongo de nuestras cuitas y quebrantos, donde brindamos primero por el último faenón sin mano armada, y nos destornillamos de la risa imaginando a los lorchos cuando abrieron de un empujón del cuarto para darse de narices con un par de ladrillos empaquetados en cualquier cantidad de papel periódico bien amarradito, en vez de artefactos de primera necesidad de una casa comercial de renombre. Resulto efectivo, pues, el terno de casimir a rayas y lo chuzos de becerro en punta para impresionar ya que todo salió a pedir de boca. ¿Plan de Alcapone o de caficho de puta argentina o chilena del sublime Tracadero, párcero?, me cochinea el Frejolito.  Ni lo uno ni lo otro, cuñao, los galifardos atracaran suavecito nomás con la cancelación de cuentas una vez efectuadas las cobranzas, por supuesto, con suma diligencia, señores. Atracaron los lorchos impresionados con una labia bien pulida. Estuve, pues, un par de días de banquete con aperitivos al gusto del cliente. Y ahora, al toque, esfúmece, cumpa, no vaya ser que el Jaujino de puro arrecho le haya pasado ya el yareta a la tombería. De modo que nos abrimos, medio curaditos.  Pero así y todo arrastré la cojera hacia la chacra de la tía Mila, en plan de refugiarme unos días en caso de que a la cancerberos estuvieran todavía olfateando las huellas del fugitivo de la calle de La Floral. E insisto, pues, nada de embarrarla con la familia. A la Nelita, que me emperró de pasión de cuando eramos apenas unos chigolillos, y a quien jamás la toqué ni con el pétalo de una rosa, y solamente adoré por cien años de soledad un mechón de su cabello que escondí en una cajita de fósforos, no le metí jamás la yuca aprovechándome de sus miserables centavitos.  Uno tiene, pues, su cucharoncito. Pero lo que me chicotea es que, al cabo de los años, aquella ninfa de entonces terminó cagándola en mil colores. Esta zarrapastrosa --educada en el mejor colegio como la princesita de la quinta que los tios pagaron al contado con quintales de billetes a la familia de los Santa María, nos estropeó sin asco el orgullo de familia.  Sí, pues, eran los tiempos del Jeep chilandito y de cuando la tía le compraba al contado un juego de llantas Good Year a a su loco Félix, y de cuando se chorreaba como la cornucopia del escudo nacional las propinas a los ahijados de al menos cien chilines para arriba. Todo ese apogeo de antaño culminó en el rio Toro con la Nelly lavando la ropa de los hospitales, casi desdentada, las mejillas hinchadas por las bolas de coca, vicio que heredó de su padre putativo, el finado Anchi, ya que era cachuelo de su yunta de alcahueterías, el matuzalem Pancho Pazuñe, en el vientre de la cocinera en su finca, la buenamoza Aurelia, una campa descendiente quien sabe de nazis o italianos.  Nada cojudo, el Popeye de Sicilia.  Y mira lo que me pasa justo cuando dí el último paso, luego del tortuosa cuesta que culminaba en el rancho donde habita ahora la Nelly con sus hijas y sus nietos: al tiro nomás media vuelta a La Merced porque la tía Mila --en ese entonces una harpia demacrada regañando a Dios por el destino que le deparó sin misericordia-- empezó a desgañitar a la vez que esgrimía rama que no, que no quería ver en pintura al hijo del Satacho, la oveja negra de su chino Félix, que jamás olvidaría al maldito hijo de Lucifer que le había robado más de un quintal de café haciendo hueco a cada quintal de la ruma en el depósito donde lo hospedé desde que ese malogrado era una criaturita.  Un malagradecido durmiendo bajó el mosquitero pulcro y y fragante –no de otra manera podía, mi pobre Anchico, conciliar el sueño--, y quizás estando medio sonámbulo, mi Anchico, en el depósito de los quintales de café, se le ocurrió al pobre pedirle a este bandolero del Machuaway que le pasara pintura al Jeep que en ese tiempo ya se arrastraba apenas todo destartalado y carcomido por la herrumbre. Pucha, manito,  les dejé a este par de vejetales su matraca hecho una lindura, una pintarreajeada con estilo sicodélico, y cuándo les pedí unos billetes para mi pasaje de vuelta, se hicieron los sordos y que no, mijito, se hicieron a los locos, que no, no había plata como antes, no seas un bandido, cojito, hace tiempo que eran ya pobres. Sí, pues, tuvieron que vender La Pampa, el paraíso terrenal, para sufragar los varios viajes en helícoptéro a los hospitales de Lima porque, el segundo vástago adoptivo, el Rolandito, quedó paralítico y querían, Dios Santo Todopoderoso, que volviera a caminar. Dizque que se paralizó de por vida en un camastro y luego en silla de ruedas como consecuencia de un ajusticiamiento  de cuentas ejecutado por una cuadrilla de senderistas en Ceja de selva, o dizque una caída que sufrió en el barranco cuando bajaba la cuesta de las ánimas subido de tragos después de visitar a su costilla, hija del que les dio una miseria por La Pampa, o dizque por golpiza que le propinó con una chonta la propia tía Milá en un rapto de ira, sí, roja de ira, le rajó la espalda con una furia de mil demonios. Ay, chasuma, yo así nomás no me trago estos cuentachos que teje en delirium tremens  el oriundo de Jauja que para eso sí se pinta al cuadrado, el hijo de su santa madre: hilvanar mentiras como laberintos para ocultar la verdadera verdad  de las cosas.  Aquí hay gato encerrao. Además, el Rolando se niega hablar sobre la cara de su desgracia, se empecina en guardar ferreamente un silencio de supulcro. Bueno, basta de merodear por la tangente, carajo, y al grano, escribano del ano: en la Merced vendí bien el quintal de café porque la justicia divina sopesó el sudor de mi frente: una semana echando brocha al Jeep desde la madrugada hasta el crepúsculo.  Y por este estropicio o estupro cometido contra las arcas ya, en aquel entonces, magras de los cocharcas Mila y Anchico, Y por esta vaina se tornaron aún más judíos. Y echando pestes contra esta mezquindad, esta tacañería, fui a pegarle una chineada a Rolando, y compartí el botín arracado a las malas a sus padres adoptivos, y le imploré en cátedra de diospadre para que dejara de vender chucherías y cachivaches–revistas usadas y mecheros a kerosene hechos de lata de leche gloría, pilas usadas, bolitas y bolones, trompos, y condones de segunda mano—en silla de ruedas, cuadrada en una esquina del mercado mayorista, justó dónde se exhibían los culitos de ricura las jugueras de frutas exóticas y afrodisiacas, para que dejara, carajo, de huevear vendiendo  huevaditas y se metiera al negocio de libracos de primera necesidad, qué es así como yo me gano los frejoles y paro bien bacán la olla, además, claro, de mis otros artificios de mercader de Venecia. Dicho y hecho, a los años me entero que el susodicho junto su dinerito y ahora es un prestamista judaico de la pitrimitri, porque engancha con exhuberante usura a los chacareros de la región, y llegó a ser el cacherito leré de La Merced, siempre rodeado de los más codiciadas charapitas de ceja de selva. Puro fuego, eso sí, bien echadito en su silla de ruedas.



jueves, 24 de noviembre de 2016





En la finca de la tía Mila

4a

Y deshilachando sin tregua las remembranzas, el Shato trota por la cuesta de los derrumbes y los atolladeros, como en las llanuras del Oeste, jadeante, a horcajadas en el caballo pinto de Roy Rogers. Y martirizado por el ardor del reverbero en la cumbre de las colinas, espanta por doquier los nubarrones de mosquitos con una ancha hoja de pituca que servía para limpiarse el culo en la chacra de la tía Mila. Trota que trota. A imagen y semejanza de Rafacho, quien, según la cruzadera de chicotes, un día amanecía con la ventolera de ser Tarzán, y otro con ser el Jim de la Selva, tan luego de auscultar con las orejas en alto si por allende los ecos del mufle del Jeep zizagueaba ya por el desfiladero que convergía en el naranjal de la hacienda San Carlos. Y como de costumbre la vieja Estela parodia a la doña bárbara al empuñar las riendas del fundo en ausencia de los vejestorios que jamás  se dignaron a cederle al pobre Shato el previlegio de bajar a la Merced en el Jeep del año que se ufanaron en la Ford de Tarma con la venta del café, y por ésta y muchas otras razones más, se atrevió, por fín, agarrar al toro por las astas y se internó por la maraña de atajos que se teje en la carretera de dos huellas que sube y baja zizagueando por las colinas de la selva virgen. Sí, pues, a imagen y semejanza de Rafacho que se rebela contra las órdenes de la tía busca refugiándose en los recovecos más recónditos de la espesura verde que te verde, obstinado por hallar tapados que soterraron los castellanos de Castilla.  Haciéndose el Quijote, el loquillo, arrastrando consigo una que otra vez al Jisho, quien no cesa de gimotear todo el santo día, con las posaderas en el poyo de chonta, a la sombra de la arboleda de mangos. Sentado allí con ancho sombrero de paja y un velo blanco para resguardarlo de los mosquitos a quienes ahuyenta a diestra y siniestra con un abanico de plumas como una dama de las camelias. Un millón de lancetas que lo horadan al pelele porque tiene la sangre dulce, la triste princesa . A mí, qué va, yo los pulverizo a estos jijunagramputas con mis gritos más destemplados que los fragores del tambor de hojalata. Lo que me saca de quicio son los vituperios de Chuncamila en contra de mi Toya. Que era una ociosa y una cochina, un indígena sin sangre en la cara, que se había casado con su loco Félix para mejorar su raza. Cojudeces.  Que no nos atendía bien ni nos aseaba, sino que se la pasaba de cantora leyéndoles a estos majaderos unas historietas que es solaz de gentuza de manos cruzadas, un sutano Quijote, un fulano Conde de Montecristo, una mengana Genoveva de Bramante, qué sé yo, so pretexto de cojan sueño a la luz de un mechero en el caserón de adobe. Mientras, yo aquí, cagadísima en mi puta vida, sacándome el ancho en mil cosas, desde la madrugada hasta que cae el sol, raspando la piedra pome y y la greda en la carca de estos majaderos de mi loco Félix. Ah, carajo, estos mugrientos con tanta gollería como uniforme almidonado y zapatos bien lustrados… Y así, pues, la sarta de cojudeces de la vieja e’mierda, chasuma. Y sin pararle bola a los mierdosos mosquitos que se multiplican alrededor suyo cuando el vislumbre en las cimas de las colinas lo ciega, entonces, trastabilla, tropieza, pero le llega a la punta de pichula las injurias de la machona sin hijos. Y asi sigue y sigue la cantaleta de que ni siquiera sus chanchos en el chiquero, carajo, despliegan costras de mugre en el pellejo. Si, pues, la hideputa frota que te frota con furia hasta magullarnos, pero el chorro rosicler de las canaletas, cristalino, fresco, alivia como un bálsamo. Y a la condenada vejestoria le importa un comino los quejidos de los maktachos que contra su voluntad nos sujetan los brazos y las piernas para evitar pataletas de los mil demonios del mugriento de turno, ofuscados los aborígenes con los tres dialectos del Quechua que mezcla a su antojo la Hitler de la Pampa, y sumisos no hacen sino asentir con la cerviz por los suelos, pero con el corazón hirviendo de ternura, ay, Tayta, ampara a las guaguas abandonadas a su suerte.  La Toya nunca habló la lengua de los autóctonos porque mamá –para que lo sepa todo el mundo-- estudió en La Sagrada Familia, parlaba el castellano castizo de Castilla, sí, el acento de las monjas de Sagrada Familia dizque francesas, un sacro recinto donde acudía tirando prosa la crema y nata de la gente dizque de alcurnia, blanca y rica, de Tarma.


4b


Yo sí sé cuándo me jodí o me jodieron para toda una vida. Una de dos, hermanito del alma. Me dejaban en el fundo de la tía Mila, con lágrimas inacables horas de horas todos los días, inclusive, los domingos, inquiriendo a los cielos, sin cesar, porque Papá, después de prometer regresarme al caserón de adobe, solía hacerse humo a medio camino, se ocultaba en las ruinas de ladrillos ahuecados color plomo que quedaban justo al llegar al río Toro. Con mis pistalas en las cartucheras, todavía con la emoción de Navidad, bramaba y las bandadas de pericos alzaban el vuelo asustadísimas, mientras los cuatro coqueros, me sujetaban por las cuatro extremidades y como si fuera sajino me retornaban a la chacra. Así en vilo, en un camastro improvisado de lianas y palos, sin dañarme, acongojados. Por qué, Dios mío, el que me trajo sin mi voluntad a este predio del eterno sollozo, a mí, el supuesto engreído del caserón de adobe en Tarma, el que de chigolillo recitaba poemas subido a la mesa de las cantinas o en el banco de la carpintería del tío Shato, a mí, miéchica, que a veces solía dormir solito entre papá y mamá bien abrigadito y sumido en las peripecias de Alicia en el país de las maravillas, hojeaba sus páginas por el terror que me producía el cuello larguísimo y las trenzas larguísimas, cayendo en círculos y de cabeza al fondo de un precipicio,  mientras los conejos se mataban de la risa arriba al borde de la alberca. Si, pues, el loco Félix,  se escondía, maligno, riéndose a carcajadas, como un demonio de los Andes, escondido dentro de ruinoso cuadrilátero de ladrillos ahuecados color plomo, una fortificación que otrora albergó a los nazis. El rio Toro, con el transcurso del tiempo, lo arrastró hacia su ribera con el furor de sus aguas arcillosas, allí mismito donde el loquillo Rafacho una vez halló latas vacía, monedas, medallas con inscripciones en alemán. Estos nazis refugiados en la selva virgen fueron padrillos que se mancebaban insaciables con las campas y las shipibas  y proliferaron una retahíla de chunchitos con ojos pardos de gato y pelo castaño de trigos, los cuales, a su vez, se diseminaron como cuyes por los alrededores de Satipo y de Oxapampa, ambas en las márgenes del río Perené. Y así, pues, de retorno a los cobertizos del fundo, mi padrino Anchí, haciéndose el payaso para consolarme, riendo entre hipos y mocos y escupitajos, se ponía a  imitar el relincho de las mulas o el rebuzno de los burros, era un caballo con la pipa de jinete insomne entre los belfos, semejante a su carnal, el italiano Pancho Pazuñe. Y esa noche plateada por la luna, dormitando mientras languidecían las lágrimas en el rumor incesante de las cigarras, los búhos y los sapos, que ascendía hasta el borde del espanto cuanto más se apretaban las tinieblas de la noche oscura de las montañas. Recostado en la ruma de parihuelas, en una esquina del tendal, dormitaba oteando las volutas de humo que dibujaba la pipa en la oscuridad, y para no romperme la crisma en la grava del sendero, le solté de porrazo la pachotada de que, sí, padrino, usted tiene cara de caballo, para así poder despertarme. Mocoso del diablo te voy a dar una cueriza del que te acordarás por el resto de tu vida. Por mariquita, carajo, por atrevido y por malagradecido, ¿cara de caballo, ah?, pero de pronto cesó de regañar y amenazar. Sonrió el caballo para soltarme, él, a su vez, un relincho: que me fuera a la cama pronto, que a la madrugada agarramos rumbo hacia la quebrada de los paltos cuando relumbrara más intenso el esplendor la luna. Qué milagro, Diosantito, por fín iría junto a la cuadrilla de chutos del rancho a la caza de sajinos, sí, loco de contento, y apuesto que el Rafacho se moriría de envidia. Me sentí un machazo, como si tuviera mis cartucheras bien puestas. Un fortachón, como Sansón y su Dalila. E, incluso, el cojinova Machaway se moriría, asimismo, de envidia. Dicho y hecho, haciendo tabla rasa de mis penurias, recorrí por el lecho de hojas sobre el cenagal porque había llovido dos días seguidos y el tío Anchico, mi padrino, nos cuchicheaba en el recorrido que el líder de los sajinos conduciría a su manada hacia los árboles de las paltas caídas en abundancia alrededor. No, esos ruidos son de cupte, zamaño, o sachavaca. Los chanchos del monte trepidan el suelo. Oido y ojo, todos.  Al fin y al cabo, llegamos a un claro de la floresta, un oasis después de una larga travesía por la tupida hojarasca que chicoteaba la cara casi seguido. Cobró intensidad la luz blanca de la luna alrededor del alto y frondoso árbol que por la tormenta había prodigado monticulos de paltos. Nos ubicamos detrás de unos arbustos desde cuyo entramado acechamos la llegada del líder de los sajinos. Pasó un siglo, otro siglo, y el tio Anchi dormita que te dormita, mientras los peones en cuclillas masticaban la coca, parsimoniosos. Grité achachaú cuando vi los dos colmillos que sobresalían del hocico del cabecilla, y brinqué gritando tío, tió ahí está el capo!. El tió no disparó porque los sajinos al toque enrumbaron espantados hacía la trocha por dónde aparecieron husmeando unos segundos antes de trotar hacía las paltas. El viejo chasumá casi me arranca la oreja, de modo que  me puse a chillar como cuchi cuando le hendían el hociquero de alambre en la trompa. Tirado de espaldas en el lecho de hojas, barro y paltas podridas, pataleaba rabiosamente.  Ordenó sin miramientos que armaran con palos amarrados y bejucos resecos, una especie de camilla donde me pusieron de regreso a la finca, pero esta vez bajo un alucinado esplendor de la luna en el firmamento, en tanto mi mente giraba en torno a una vieja pelicula película en blanco y negro sobre el cruce de la caravana que acompaño al abogado, el escribano y el juez que ayudarían a la tía Mila en la batalla legal que sostuvo para quitarles unas tierras a unos parientes del tío Anchi que eran colonos de maizales en las márgenes del rio Ucayali. Papá encabezaba la caravana rodeado de sus compinches de parranda y los tíos Peyo y Antuco. Eran otra vez las tinieblas de  una noche oscura pero en ésta los luceros se entrecruzaban velozmente en el firmamento, mientras que hervideros de luciérnagas asediaban como si la caravana de borrachos hubiera violado a la selva virgen. Las furiosas aguas del tío Toro salpicaban espumas en en la cara de los que vadeaban montados en la recua de mulas que condujeron a la otra orilla y con antelación los operarios de la tía Mila. Yo atravesé sobre la espalda de papá abrazado a su cuello y por poco la creciente nos arrastró, pero felizmente más pudo la fuerza de los operarios que jalaban con una soga amarrada a la correa del lomo de la mula. De cómo diablos trasladaron el arpa y los violines y los saxofones y los tambores que tocaría un par de semanas, no lo sabría decir porque esta fuera de la vieja película en blanco y negro que me hacía olvidar mis penurías, aunque mucho después cruce el vado de troncos por donde los operarios los trasladaron al día siguiente cuando amainó el rio Toro. La película termina cuando el tio Peyo fue capturado por las ánimas que penan sus penas cuando era el último en pasar por las afueras de las ruinas de ladrillos grises y ahuecados. Como se retrasó después de vadear y no paraba de beber aguardiente de la cantinplara, nadie advirtió su ausencia hasta que se escucharon a los lejos una voz quebrada por el terror, como si los pishtacos o los nazis lo hubieran estado degollando “Loco Félix, sálvame, sálvame, cuñadito del alma, que me están jalando las ánimas de ultratumba”.